Fragmento de la autobiografía de Weegee (Arthur H. Fellig), ¿Weegee by Weegee: An Autobiography¿, New York, Ziff-Davis Publishing Company, 1961.
Todo volvió a la normalidad. Los policías y los reporteros estaban contentos y yo estaba contento. Las guerras de bandas, los tiroteos, los asaltos, los secuestros... estaba en el ajo otra vez. Mis fotos, con mi crédito: ¿Foto por Weegee¿, estaban apareciendo en los periódicos todos los días. La revista Life se percató y publicó un artículo de dos páginas y media en su sección ¿Hablando de imágenes¿ en el que hablaban de cómo trabajaba yo en el cuartel de la policía. Fui ¿foto de la semana¿ varias veces. Ahora todos los periódicos y semanales me ofrecían trabajo. Yo les decía que no me insultaran, intentaba seguir siendo un espíritu libre.
Me compré un Chevy coupé 1938 marrón nuevecito. Luego conseguí mi pase de prensa y un permiso especial de la comandancia para tener una radio de policía en mi auto, la misma que tenían las patrullas. Yo era el único fotógrafo de prensa que tenía una.
Mi coche se convirtió en mi casa. Era un dos plazas con un maletero extra grande. Ahí guardaba de todo: una cámara extra, cajas de flashes, portanegativos cargados, una máquina de escribir, botas de bombero, cajas de puros, salami, película infrarroja para fotografiar en la oscuridad, uniformes, disfraces, un cambio de ropa interior y zapatos y calcetines extra.
Ya no tenía que quedarme pegado a la máquina de teletipos en el cuartel de policía. Ya no tenía que esperar a que el crimen viniera a mí, yo podía ir tras él. La radio de policía era mi salvavidas. Mi cámara... mi amor y mi vida... era mi lámpara de Aladino.
Comenzaba mi tourné a media noche. Primero, revisaba el teletipo de la policía para enterarme de lo que había estado pasando. Luego, al coche. Encendía la radio de policía, luego la radio del auto que sintonizaba en las emisoras de música clásica. La vida era como un programa, trágico pero a tiempo, con algunos respiros cómicos intercalados entre los crímenes De la medianoche a la una escuchaba las llamadas a las emisoras sobre los mirones que espiaban los dormitorios de las enfermeras desde los techos y las escaleras de incendios. Los polis se reían de esas llamadas, dejaban que los chicos se divirtieran. De dos a tres, accidentes de tráfico e incendios..., coberturas de rutina que los policías sabían manejar desde que eran novatos en la Academia. A las cuatro las cosas se animaban. A esa hora los bares cerraban y los chicos ya se habían ablandado con el alcohol. El barman gritaba ¿Estamos cerrando!¿ pero los clientes se negaban a marchar... ¿para qué regresar a casa con sus fastidiosas esposas?. Los chicos de azul los escoltaban hasta afuera, y luego se bebían ellos unos tragos rápidos en las oscuras habitaciones traseras. Luego, de cuatro a cinco, comenzaban a entrar las llamadas por robos y tiendas con los cristales rotos.
Después de las cinco venían las horas más trágicas. La gente había estado levantada toda la noche, preocupándose por su salud, por dinero y por problemas amorosos. Estaban en su punto más bajo física y mentalmente y al final se pegaban el salto por la ventana. Nunca fotografiaba un salto... pasaba de largo. La naturaleza era benévola. Una mujer caería sobre la acera, sin un zapato pero con el rostro libre de marcas. Los policías cubrirían su cuerpo con periódicos. No lo soportaba. Me destrozaba la noche. (...)
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