Veo la fotografía de Alberto García-Alix, ¿Elena Mar, odalisca en mi patio¿, de 1987, y no puedo menos que evocar toda la historia de la que viene esa foto aunque de esa historia quede apenas nada en la foto que no sea la semidesnudez de Elena y sobre todo sus tatuajes. Historia de García-Alix pero igualmente de una generación que en el Madrid de los años 80 dio en romper moldes y transgredir normas, no por donde entonces se esperaba, por la vía de la política de izquierdas, sino por la de quienes celebran la marginalidad y se entregan alegremente a ella. Cierto, marginalidades, regímenes de exclusión social ha habido muchos y los que estableció y practicó el franquismo pueden ingresar cómodamente en esa historia de la infamia que Borges nos prometió y nos quedó debiendo. Pero la de García-Alix y su círculo de allegados, su panda, más que impuesta era elegida y por lo mismo nunca fue vivida por ninguno de ellos en clave de adolorida impotencia sino de libertad y de imaginación y hasta de fantasía. La libertad de Elena de desnudarse tranquilamente, sin tapujos, disfrutando a gusto un logro irreversible que habían conquistando unos cuantos años antes mujeres como esas dos que en una inolvidable noche de verano se desnudaron completamente y se treparon en las estatuas de Mon y Velarde en la Plaza del Dos de Mayo. La plaza y el barrio de la residencia todavía de figuras emblemáticas de la ¿movida¿ como el director Pedro Almodóvar o el actor Antonio Banderas. Y de las ¿noches calientes¿ y del tráfico desembozado de ¿costo¿, cuyo control terminó por promover sangrientas reyertas entre los marroquíes y los iraníes que huían del ayatolah Jomeini. Y la imaginación y la fantasía puestas en evidencia en los tatuajes de esta bailarina, que por años fue musa constante del fotógrafo, y que juegan tanto a romper la veda que todavía obraba sobre el tatuaje de mujeres como a evocar la representación que ella se hace de sí misma y de su mundo.
Elena se llama Elena aunque tal vez quería ser Eva o en cualquier caso asumir la condición de pecadora, esa culpa originaria que cargan las mujeres en la tradición judeo-cristiana por haberse dejado seducir por la serpiente en el Paraíso terrenal, comiendo del Arbol del Bien y del Mal e incitando a Adán a que también lo hiciera. Pues Elena no tuvo el menor empacho en tatuarse una serpiente serpenteante en torno del ombligo. O sea que asumió esa culpa milenaria y, todavía más, exhibió con todo desparpajo el símbolo más recurrente de la misma, librándose de la culpa y apropiándose sin ningún problema del signo ignominioso de la misma.
Su otro tatuaje va en el antebrazo derecho y muestra dos guitarras eléctricas divergentes, unidas por una calavera. Corresponden a su mundo de bailarina y a su frecuentación de los músicos de rock, que proporcionaban fondo musical a su arte. Es toda una declaración de intenciones como lo es el capullo de rosa que lleva sobre el pecho izquierdo y que la anuncia como una enamorada y como una amante que no parece dispuesta a privarse de ninguno de los placeres de una intensa vida amorosa. El problema, o la cuestión si se quiere, es ¿por qué esa predilección de Alberto García-Alix por los tatuajes? Obviamente no es por razones exclusivamente estéticas. Si así lo fuera tendríamos en su caso un inventario sistemático de los mismos, captados de la forma más completa posible para garantizar el valor documental, etnográfico, de cada fotografía de este tipo. Pero García-Alix, como ha subrayado en un texto reciente Francisco Calvo Serraller, no es un artista metódico sino, por el contrario, un fotógrafo en cuya obra prima un cierto desorden temático que viene de su inclinación a apoderarse con su cámara de los instantes, las situaciones y los personajes más variados, aunque siempre marginales o en trance de serlo. No, si García-Alix ha fotografiado muchos personajes tatuados y él mismo se tatuó cuando eran un jovencito es porque con estos actos ha querido dejar muy en claro que su rebeldía es una rebeldía de veta brava, en la que ocupa un lugar importante la admiración o cuanto menos la simpatía con los presos. O sea con uno de los colectivos que, junto a los marineros y los soldados profesionales, han demostrado ser de los más dados a tatuarse. Los presos se tatúan en gesto que es de abierto desafío a la exclusión a la que los condena la sociedad que los juzga y encarcela. Si el tatuaje llegó a ser un castigo en el Imperio chino, pues se imponía como un castigo peor que la pena de muerte o el exilio, entre los presidiarios de Occidente el tatuaje, libremente elegido, es un medio de ratificar por propia mano la condena impuesta y la exclusión social que la acompaña. Esta redundancia, esta reiteración, hace parte de la misma estrategia y los mismos mecanismos que hace que en los presidios se construyan de forma paralela una estructura de poder igual o peor de implacable que la estructura del poder carcelario. Los presos, privados forzosamente de libertad, la alcanzan o creen alcanzarla organizándose en confraternidades de guerreros que se rigen por estrictos códigos de honor. (...)
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