Caracas, la capital venezolana, ha experimentado cambios que van más allá de la demolición de las viejas casas de techos rojos y la construcción de nuevos y modernos edificios que denotan la ostentación y riqueza petrolera. Los miedos desatados gracias a la violencia y los prejuicios han logrado que los espacios de disfrute público se limiten cada vez más, llegando incluso a encerrar a los ciudadanos dentro de las paredes domésticas. Para algunos, los habitantes de los barrios populares son sinónimo de peligro, y por ello se ha elaborado todo un discurso del territorio enemigo que hay que aislar y controlar. La creación de nuevas policías municipales y compañías de vigilancia privada muestran una arista del panorama. No obstante, más allá de la lamentación apocalíptica, lo que se impone es la necesidad de una reflexión.
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