El lago Titicaca con su cuerpo fiero, si no ha herido la voz del poeta que lo descubre, ha de modo más que humano hundido su crudo resplandor en la sensibilidad del cajamarquino entusiasta. Allí en la tarde los lenguajes manejados como disfraces, como ínsulas del cretáceo más afín a las coronas de totora, al pan de Puno, me hacían con paso de ave comprender el viaje de un poeta joven hacia el sur de la cultura sin más discernimiento que el aliento.
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