En el siglo XX, escribir una ópera en Estados Unidos era un acto de fe. Expresarse con lenguaje americano en un género europeo, sometido a rígidas convenciones y a la tiranía del público, era un reto peligroso. Leonard Bernstein y Samuel Barber fueron genios a contracorriente que alzaron la voz con un idioma propio, autóctono y novedoso en un momento dominado por las luchas estéticas y la intransigencia de los defensores de la vanguardia.
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