Una política energética carente de sentido estratégico condena a un país a la dependencia tecnológica y diplomática a largo plazo, a un probable e indeseable impacto económico y a otras posibles penurias en términos, incluso, de seguridad. El pasado no se puede cambiar, pero la coyuntura actual nos permite repensar las inercias heredadas y actuar con pragmatismo, dando la bienvenida, de nuevo, a la generación nuclear en nuestro mix energético, prolongando la vida de las plantas de segunda generación en marcha hasta que nuevas instalaciones puedan sustituirlas a la espera de que la fusión nuclear sea una tecnología madura.
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