Cuando en 1238 Muhammad I entró en Granada para ser reconocido sultán, la ciudad era una de las grandes urbes de la península ibérica, bien amurallada desde el siglo XI por los ziríes y reforzada por las obras de mejora que emprendieron en el siglo XII los almorávides. En cierta medida, su estructura urbana ya estaba sólidamente fijada y se iniciaba entonces un nuevo periodo de crecimiento dentro de sus murallas y de expansión extramuros, que alcanzó su máxima expresión en el siglo XV, cuando la ciudad se convirtió en el último refugio de una buena parte de la población procedente de los enclaves que iban cayendo ante la expansión castellana. El último episodio fue la Guerra de Granada (1482-1492) con el epílogo de la entrega de la capital por parte de Boabdil a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492. La imagen que nos han transmitido los cronistas contemporáneos a este hecho histórico o los viajeros que la visitaron al poco tiempo coincide en la visión de una ciudad abigarrada y populosa que poco tenía que ver con aquella Granada que vislumbró Muhammad ibn Nasr.
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