Ya era de noche en Madrid, en el paseo del Pintor Rosales, en el número 20, en el primer piso, y fuera de aquella habitación amueblada con préstamos de los decoradores todo era parqué sin pulir y trastos amontonados uno encima de otro. Así que predominaba el olor a carpintería y a noche de invierno. Acaso, también, a infinita fatiga. No se lo pregunté pero de aquel Ramón Pelayo de las primeras fotografías, hace menos de dos meses, a este Ramón Pelayo de mediados de diciembre hay un déficit de tres o cuatro kilos de peso. Ha pagado muy caro la fama. Le quedan aún algunos vestigios de sol malagueño en la piel y de sorna en la sonrisa. Nada más. Arrastra ojeras de sueño atrasado y la camisa le sobresale por fuera del pantalón, como si acabara de medirse con un juez a punta de sable...
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