No puso ningún inconveniente. Se acercó a la verja del chalet de Somosaguas, cerró los puños sobre los barrotes de su nueva celda y posó sonriente ante el objetivo. Tres años después de un accidentado periplo, José María Ruiz-Mateos volvía a su casa en situación de arresto domiciliario. "No nos engañemos. Sigo siendo un preso", me decía nada más llegar. Sin embargo, viéndole allí, en medio de un enorme jardín con piscina, paseando su tez bronceada -"he tomado el sol en el patio de Alcalá-Meco"- sus juveniles pantalones de terciopelo azul marino, sus lustrosos zapatos de borla y su figura de ejecutivo peleón, costaba creerlo.
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