El análisis de las creencias y prácticas religiosas de los pueblos antiguos siempre se ve supeditado a la existencia de una buena perspectiva. Nunca es sencillo acercarse a los pensamientos, los miedos y las esperanzas de aquellos que vivieron hace más de dos milenios, pero la cuestión se complica mucho más cuando hablamos de los pueblos protohistóricos, dado que su propia definición presupone la inexistencia de relatos escritos directos que puedan ilustrarnos sobre ello. Para el caso de los pueblos celtas de la Segunda Edad del Hierro, dependemos, pues, de fuentes escritas ajenas, perspectivas de griegos y romanos –y no de celtas–, naturalmente sesgadas por la incomprensión de fenómenos complejos por completo extraños a su propia tradición; o por la consabida intencionalidad de dibujar un panorama “bárbaro” que subrayara la otredad de aquellos.
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