Antes de empezar le ha hecho cuatro largos a su despacho con zancadas rítmicas, las manos atrás y la cabeza en suerte de banderillas. Así que durante diez minutos me ha parecido Napoleón. Luego se ha sentado detrás de una mesa sin papeles y ha sonreído a la cámara, sin distorsionar la simetría ovalada de sus mofletes, como un querubín de flequillo enhiesto y ojos pequeños. Por fin ha roto el silencio.
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