Para cualquier observador de la vida política española, el XXXIV Congreso de la UGT fue, la semana pasada, un espectáculo apasionante. El plato fuerte de la asamblea consistía en el difícil equilibrio entre un sindicato vinculado al Gobierno y enfrentado a su política, con el telón de fondo de la crisis ideológica de la izquierda y la difícil adaptación de una institución decimonónica -el sindicato- a una sociedad que, en los umbrales del siglo XXI, empieza a dejar atrás el marco socioeconómico generado por la revolución industrial.
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