Célio había logrado darse a conocer y entraba por la puerta grande a muchos lugares de la ciudad. A pesar de su saco desgastado y de sus zapatos, cuyo cuero resistía solo gracias a la capa de cera con que los boleaba cada mañana, había logrado darse su lugar. Desde hacía tiempo había dominado el arte de la palabra precisa en presencia de secretarias quisquillosas y recepcionistas malencaradas. Aunque de estatura más bien mediana, tendía a levantar el mentón lo más que daba, con lo cual crecía su buen medio centímetro y asumía un aire de gran señor. Además, poseía el don de producir frases fuera del alcance de inteligencias comunes, de modo que los interlocutores se sentían enseguida como viles cucarachas y se despertaba en ellos el deseo urgente de presentarles este personaje tan augusto a sus directores ejecutivos. Aunque aún no le hubiera llegado su hora, Célio estaba convencido de su superioridad en no pocos ámbitos.
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