Grillos, hojas secas, sapos, papeles, fundas, envases, colillas, cucarachas de agua, caca de garza, murciélagos, flores, más hojas secas. A veces, una iguana muerta, flotando boca arriba como un crucificadito. Pescan. Ellos pescan. De cuando en cuando levantan la cabeza y ven una embarcación donde pescadores de verdad mueven agua de verdad —agua cruda, libre, sin domesticar— para sacar peces, no porquerías. Este pensamiento no pasa por sus cabezas. El río lo aguanta todo: es gris marrón, está sucísimo. La piscina, en cambio, es una piel de armiño en mitad de un lodazal. Inútil. Penosamente ensuciable. No terminan de sacar el último insecto muerto y ya hay una hoja seca. Sucia. Nunca deja de estar sucia. Todos los días hay que poner cloro. Cloro que se trae de Estados Unidos y que desinfecta el agua mejor que el nacional. Tres tazas de cloro. La taza al ras. Se lo repitieron veinte veces y pusieron tres papeles en el cuarto de la limpieza.
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