Las mujeres de mi comunidad, en Hueyapan, Puebla, nos miramos con el rostro avergonzado, envueltas en un contexto que nos ubica en el sitio más bajo aunque sostengamos la vida de los demás mientras que el sistema nos ignora por lo que somos: mujeres, indígenas, artesanas y mahseualmeh.1 Escribo este texto con profundo dolor, la boca seca y una preocupación descomunal por ver y vivir una realidad llena de desigualdades. Nosotras somos las más vulnerables y sufrimos un sinfín de violencias directas, culturales y estructurales. Somos conscientes de que enfrentamos múltiples barreras que se entrecruzan y nos colocan en mayores condiciones de desigualdad que al resto de la población. En el lugar donde estamos, las mujeres solemos llevar la carga de los cuidados del hogar y de la vida que, por lo general, no son remunerados. Nuestro hacer ni siquiera es reconocido culturalmente como trabajo, sino que se da por sentado y se entiende como una responsabilidad que debemos asumir.
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