Recuerdo nítidamente la primera vez que leí Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Tenía 16 años y cursaba mi penúltimo curso de instituto como interno en un «colegio de curas».
La práctica totalidad de lo que los hermanos denominaban «tiempo de estudio» (unas cinco horas diarias) las dedicaba a leer todo lo que caía en mis manos, fruto de las recomendaciones de mis ejemplos a seguir más allegados en el tiempo (hermano, primos y amigos, básicamente).
Si algo tengo que agradecer a la institución religiosa que intentó «educarme», es el descubrimiento en profundidad de la lectura.
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