El gesto de Felipe González no era precisamente una fiesta. Ni la cabecera del banco azul ni la contemplación de 184 escaños socialistas lograron robarle una sonrisa a la visible preocupación de su semblante. Más allá, en la parte alta del hemiciclo, Óscar Alzaga afrontaba con resignación cristiana el autodestierro al Grupo Mixto; Gerardo Iglesias, sin pantalones de cuadros, procuraba demostrar seguridad en su debut parlamentario; Suaŕez repartía abrazos mientras Rodríguez Sahagún aleccionaba a sus 17 discípulos; en el Grupo Popular, las caras de circunstancias contrastaban con la sonora explosión jubilar de Segurado, orondo y feliz como ninguno. Sólo la estampa de Roca, "umbrío por la pena, casi bruno", rivalizaba en destemplanza con la de Felipe González. Aquella mañana, Félix Pons saludaba su flamante designación como presidente del Congreso y algunos ministros despedían el sueño de la continuidad. Acaso fue por eso. A juzgar por su expresión, a González se le había encabritado la crisis...
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