El debate de investidura hubiera pasado a la historia como un trámite, aburrido y necesario, de la vida parlamentaria si no llega a aparecer Gerardo Iglesias dispuesto a armar el taco. El sucesor de Carrillo demostró que al rodillo socialista se le puede plantar cara. Felipe González intentó, casi con éxito, que su programa de gobierno -respaldado exclusivamente por su propio partido- sorteara de puntillas el insignificante escollo de la votación en el Congreso de los Diputados.
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