No fue una conversación agradable. Ni para Fraga ni para mí. Él quiso estar correcto, aunque en ciertos momentos no pudo dominar su genio y su malhumor. Lo comprendo: mis preguntas eran molestas, pertinentes pero pertinaces, y con carga crítica hacia su autoritarismo y su afán de perdurar contra viento y marea. No fue una conversación distendida. Fraga se revolvía inquieto en el asiento. Cruzaba y descruzaba las piernas. Tamborileaba con las yemas de los dedos sobre el brazo del sillón -capitoné color tabaco-. Abría y cerraba la mano izquierda, como si se le hubiese quedado dormida. Bebía constantes sorbos de agua. Sonrió un par de veces; pero el diálogo estaba electrizado. O así me lo pareció...
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