José William Martínez, Liliana P. Muñoz, María V. Escobar, María del Rosario Linares, Nolbedir , Saza, Ancízar , López
La tuberculosis acompaña a la humanidad desde hace siglos. Una de las pruebas más antiguas son las lesiones de mal de Pott dorsal, presentes en un esqueleto encontrado por Barthel (1907) cerca de Heidelberg, que data de unos 5000 años antes de Cristo. Similares hallazgos se han observado en momias egipcias (1,2). En 1973 se produce el descubrimiento más documentado de la paleopatología de la enfermedad, cuando Allison, Mendoza y Pezia publican en la revista ‘American Review of Respiratory Diseases’ sus hallazgos en una momia de un niño encontrado en Nazca (Perú) con lesiones en el lóbulo pulmonar inferior derecho, pleural, hígado, pelvis renal y columna lumbar. Cuando se tiñó el material proveniente de las distintas lesiones según la técnica de Ziehl Neelsen, pudo demostrarse la presencia de múltiples bacilos ácido alcohol resistentes (2,4).
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