Explicar y comprender la violencia, tanto en su dimensión directa como en la institucional, ha sido —y continúa siendo— una de las principales preocupaciones de la ciencia política y las ciencias sociales en general. Así fue para Thomas Hobbes en el siglo xvii, describiendo el “estado de naturaleza” prepolítico como un lugar de violencia en el que todos se esfuerzan por destruirse o someterse, o para John Locke, quien reconocía a nivel social un grado problemático de violencia, que hace la vida “incómoda”. Sin embargo, como argumenta Bufacchi (2005), si la violencia ha resultado ser un problema, también es la solución. Siguiendo a Weber, sólo se escapa del estado prepolítico de violencia formando una sociedad política bajo el gobierno de una autoridad centralizada que reclama el monopolio del uso legítimo de la violencia. Esto transforma la fuerza utilizada por las instituciones en una violencia legal e incluso legítima, que garantiza la autoridad de facto en la que se basan los Estados para mantener un orden institucional y social (Wolff, 1969). De este modo, frente a la violencia exacerbada se han perfilado diversas explicaciones, entre ellas, la que lo explica precisamente como consecuencia inmediata del debilitamiento del Estado nacional y la que la remonta a un conflicto político que tiene su solución a través de la labor política y dentro de las reglas del juego del Estado-nación —que no excluye, desde luego, la vertiente violenta.
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