Allí, en la caja tonta, el único que daba la cara era el pobre don Javier Rupérez, que ya no tenía nada que perder porque se había quedado más en cueros que se quedó San Francisco. Don Javier Rupérez se quedó, en su viaje a Europa, en la estación de salida, haciendo compañía a los demás viajeros que habían perdido el tren: don Santiago Carrillo, don Blas Piñar y don José María Ruiz-Mateos. O sea, la aventura electoral del PDP, desgajado de la Coalición Popular, se confirmaba como perfectamente suicida. A don Javier Rupérez, después de la estampía de don Oscar Alzaga, sólo le quedaba esa última vanidad: la de posar delante de las cámaras de Televisión.
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