El aduanero del aeropuerto de Sheremetievo me pide el pasaporte y me exige que le enseñe los dólares que llevo. Se los doy y los cuenta parsimonioso, sin prisa alguna, a pesar de que una cola de doscientos pasajeros espera su turno. Le observo con absoluta tranquilidad, y recuerdo que ya en tiempos de los zares los mercaderes extranjeros que llegaban a las fronteras de Rusia eran sometidos a severos controles, y los libros que llevaban eran confiscados por orden de la Iglesia ortodoxa, que estaba en guardia contra las herejías que circulaban por el mundo.
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