Mi formación como sociólogo positivista durante los años 50 me impidió entender a las utopías como algo digno de consideración académica. Había una versión predominante de verlas como aventuras imaginativas al estilo de los Viajes de Gulliver, como desligadas de la realidad: literatura barata aunque interesante, decían mis maestros, de la que poco se puede deducir para el ordenamiento de la sociedad.
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