La puesta en libertad del periodista australiano a finales del pasado junio ha puesto punto final a un calvario de catorce años. Sin embargo, no mitiga la responsabilidad de sus perseguidores. Washington, Londres y Estocolmo han actuado con la complicidad de una institución que supuestamente debería plantar cara al poder con la verdad y proteger a los inocentes: el periodismo, que esta vez ha desempeñado un papel muy poco solidario.
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