Las imágenes están apresadas en su estrecha relación con aquello a lo que hacen referencia. Buena parte de la tradición crítica y de los estudios de la imagen se abocan en restituir o, incluso, salvar las distancias que las imágenes abren entre el aparecer y el parecer. En ocasiones, esta peligrosa distancia permite a la imagen abrirse a lo falso, pero también al engaño o a la seducción. La distancia con el referente o, si se quiere, la posibilidad de falsear, reside en la superficialidad de la imagen, en aquello que no permite el acceso directo a lo profundo: el significado o el discurso que debe traerse a la luz. Parecería que para acceder a la verdad de las imágenes su superficie debe desgarrarse, trascender la apariencia, susceptible al engaño, y dejar ver aquello verdadero que la superficie de la imagen opacaba. En última instancia, pareciera que las imágenes tendrían que quedar destruidas, dejar de aparecer y de parecerse, para acercarnos verdaderamente a aquello que engañosamente asemejan. Pero, al mismo tiempo, hay imágenes cuya destrucción se lamenta, donde se ansía el rescate de su frágil superficie: las imágenes de recuerdos entrañables o de seres queridos, el legado cultural en riesgo de ser destruido o la falta de evidencias de una atrocidad que ha quedado eliminada de los archivos. Las imágenes no dejan de disputarse entre su apariencia y su desaparición, entre aquello a lo que refieren y las formas de dar a ver esa referencia.
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