Una vez tuve un sueño en el que imaginé que era una viajera en el tiempo y tenía el privilegio de sobrevolar ciudades del pasado. A vista de pájaro imperceptible me iba colando por casas y palacios. Supongo que mi mente quiso verlo así, sabedora que al ser mujer no hubiera sido fácil viajar sola. Era testigo de primera mano, aunque muda e invisible para no alterar la historia. Allí estaba, paseando dentro y fuera de las murallas de la Alhambra, en un día frío de enero de 1492. Había estudiado que ese año fue la frontera política entre el fin del islam occidental y un nuevo estado moderno que bajo la cristiandad se alzaba victorioso en una sociedad convulsa. Me enseñaron que el día uno de enero de 1492 la Alhambra era un símbolo del arte nazarí, pero al día siguiente comenzó su etapa mudéjar. Pronto iba a comprender que las fronteras territoriales, políticas y culturales no eran tan claras como me las habían enseñado
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