En 1643 Marina de Austria arribaba a España acompañada de numeroso séquito. En tan colorido grupo destacaba la negrura de una sotana, la de su confesor, Juan Everardo Nithard. De esta forma entró en España el jesuita alemán. Atender las necesidades espirituales de la reina era su cometido, y a cumplirlo aplicó toda su energía y conocimientos. No obstante, la muerte de Felipe IV, en 1665, iba a cambiar el rumbo de la monarquía española y de su vida.
Doña Mariana fue nombrada tutora de su hijo, el futuro Carlos II, labor en la que sería ayudada por una Junta de Gobierno. La inexperiencia de la reina, las graves dificultades por las que travesaba la monarquía y la actitud de algunos miembros de la Junta llevaron a la soberana a buscar el consejo de su confesor en orden a tomar las decisiones más adecuadas tranquilizando así su conciencia en la confianza de haber obrado acertadamente.
La soberana consideró necesario que su confesor fuera miembro de la Junta de Gobierno. Para ello fue naturalizado español y después nombrado inquisidor general. Su encumbramiento suscitó la envidia y oposición de quienes creían poseer más derecho y méritos, en especial de Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, que aglutinando a los malcontentos llegó a plantear un pronunciamiento armado si el confesor no dejaba España.
Nithard fue expulsado de la corte y enviado a Roma bajo la apariencia de desempeñar una embajada, que no tenía contenido. El considerable retraso del titular, marqués del Carpio, en incorporarse a la misma permitirá que Nithard la ocupe de forma interina por casi siete años.
Nombrado arzobispo de Edesa, y más tarde cardenal, murió en la ciudad eterna, en la que descansa a los pies del fundador de la Compañía, en la Iglesia del Gesú, como era su deseo.
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