Al principio fue una: fija, de tela y grande.La llegada del tren de los hermanos Lumière sorprendía a los recién inventados espectadores cinematográficos en el ocaso del siglo XIX: cuarenta y nueve segundos de imágenes proyectadas en un espacio colectivo que se convertirían en el primer icono del nuevo arte.
Cuarenta años más tarde llegó la segunda pantalla, la de las primeras televisiones electrónicas.
Tardó otras cuatro décadas en llegar a estar presente de forma generalizada en la mayoría de los hogares del mundo llamado desarrollado. Un universo en la sala de estar, accesible con sólo pulsar un botón.
Al principio, todo iba despacio, asumiblemente despacio para los hábitos comunicativos.
A la pantalla familiar en el salón se sumó otra en algunas cocinas y en algunos dormitorios.
No tardaría en llegar la tercera pantalla, la de los ordenadores personales: primero en los despachos, luego en los hogares, también en las aulas, en las bibliotecas...
Y, en seguida, los ordenadores portátiles y las videoconsolas. Y los teléfonos móviles. Y las agendas electrónicas. Y los libros electrónicos. Y las tablets...
Y a medida que se extendían y generalizaban todas esas terminales, se iban modificando los géneros, las salas de redacción, los formatos, los procesos de producción, los modelos de negocio, las prácticas comunicativas... y la cultura, que fluye y flota sin descanso en la pantalla insomne.
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