Yo tuve la fortuna de participar en un proyecto como el que trato de describir, que nos regaló —a mí y a otros diecinueve amigos— muchos días de ilu- sión. Se han pasado catorce años y el tiempo transcu- rrido me permite valorar de una manera más precisa todo lo que vivimos.
Como en los cuentos maravillosos, en esta histo- ria todo está relacionado. Ramón Acín, el hombre bueno que tenía un perro llamado Tobi, el artista que hizo la fuente de las Pajaritas del parque de Huesca, el profesor comprometido que ingresó por voluntad propia en la Orden de predicadores en el desierto para preocuparse de grandes y pequeños asuntos que no le importaban a nadie, el padre que dibujó una palomica que todas las noches sorteaba las rejas de la prisión para besar a Conchita y a las niñas mien- tras dormían, el libertario que no quiso ser el carcele- ro de un pájaro y por eso lo liberó y, en su lugar, metió en la jaula una pajarita de papel... Conchita Monrás, cómplice y compañera de Ramón Acín, la joven atlética, amante del teatro y fiel intérprete al piano de Granados, Albéniz o Mozart.
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