El crecimiento de la población mundial se ha acelerado en nuestra historia reciente, especialmente la población urbana. Este ritmo se aceleró sensiblemente en los últimos cincuenta años del siglo XX, al tiempo que el oro negro se convertía en el régimen energético dominante a escala global. La aparición del automóvil ya se había producido a finales del siglo XIX, pero hasta principios del siglo XX permanecería como un artefacto de lujo, de uso y disfrute de las clases dominantes occidentales. Sin embargo, su poder de seducción iba a ser enorme para el conjunto de las sociedades. El automóvil se iba a convertir en un elemento trascendental de la megamáquina que caracteriza a la antroposfera industrializada. A nadie se le escapa el hecho de que si la nueva metrópoli triunfó fue porque era funcional a los intereses de expansión y reproducción del capital, aunque se plasmara con formas distintas en los diferentes territorios del planeta, pues si no, no se hubiera impuesto como forma urbana hegemónica a lo largo del siglo pasado. Pero al mismo tiempo la metrópoli hacía posible la reducción del coste de reproducción de la fuerza de trabajo, debido al abaratamiento de los costes de la vivienda, la comida y el transporte. En este sentido, la energía barata fue esencial para reducir asimismo todos esos costes. Todo lo cual convirtió a la metrópoli en el espacio idóneo para la producción industrial, posibilitando importantes economías de escala y aglomeración para el capital. El despliegue de la forma metrópoli iba a tener diferentes clases de impactos.
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