Las reglas que ordenan la impartición de la lección inaugural de cada curso académico en la Universidad de León felizmente me han traído hasta aquí, lo que me permite compartir con ustedes la exposición de un tema relacionado con mi especialidad, el Derecho Laboral; y lo voy a hacer asumiendo el riesgo que puede suponer caminar por sendas aún poco transitadas, pues he decidido hacerles partícipes de algunas reflexiones que son fruto de la inquietud que me genera la todavía incipiente aplicación de la inteligencia artificial a las relaciones laborales, aplicación que, aunque ciertamente a día de hoy todavía se halla en sus inicios, o precisamente por ello, me ha permitido elucubrar sobre el futuro de esta herramienta, sobre sus aptitudes y sobre sus riesgos, con la voluntad de desarrollar al máximo las primeras y conjurar, en la medida de lo posible, las amenazas que aventura su utilización. Pero antes de comenzar a exponer los argumentos que deseo transmitirles, permítanme una digresión no exenta de atrevimiento por mi parte, pues elevándome por encima de las leyes y demás normas escritas, jurisprudencia, principios, reglas convencionales y consuetudinarias que integran el Derecho y, en particular, las que regulan las relaciones laborales, por simple deducción he llegado a la conclusión de que sin la maldición bíblica enunciada de forma admonitoria en el Génesis -“Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás”-, el trabajo, como actividad humana no existiría, y sin él sería por tanto del todo innecesario regular el que realiza una persona en beneficio de otra o por cuenta ajena, así como, tampoco, las condiciones en que se debe llevar a cabo la prestación, ni la forma de retribución de aquélla mediante un salario. Pero volvamos al principio de los tiempos, porque antes de haber caído en la tentación de probar la fruta prohibida, Adán y Eva pudieron disfrutar plácidamente de su existencia sin tener que trabajar, en contraste con las penalidades que siguieron a la expulsión del Edén y después, ya para siempre, tuvieron que sufrir sus descendientes, y también nosotros, que por esa maldición hemos de ganarnos la vida con nuestro trabajo. Pues bien, ese conocido pasaje de las Sagradas Escrituras me ha llevado a realizar algunas conjeturas, cuyo colofón es precisamente el desarrollo de la inteligencia artificial, y que mi osadía, con su benevolencia, me lleva a compartirlas con ustedes. Comencemos para ello situándonos en los albores del mundo inteligente, porque no parece discutible que desde entonces el ser humano ha buscado la forma de rentabilizar al máximo el empleo de su energía, hasta comprobar, por ejemplo, que era menor el esfuerzo que requería domar a una bestia para que realizara los trabajos más duros que hacerlos uno mismo; y qué decir de todos los avances tecnológicos, desde la invención de la rueda en las postrimerías del Neolítico hasta la construcción de la máquina de vapor, ya bien avanzado el siglo XVIII, pasando por los molinos, movidos por el agua, de los que conservamos preciosos vestigios en nuestra tierra como prueba de la redención del trabajo de las personas que propiciaron, o los molinos de viento, que a ello suman, que no es poco, haber servido de inspiración al más insigne escritor de todos los tiempos. Pero si todos los ingenios tecnológicos, de los que solamente he citado las muestras más elementales, podríamos convenir que, además de proporcionar otras ventajas, han permitido sustituir o reducir la fuerza del trabajo que, con esfuerzo, tenían que realizar las personas, no ha sido hasta fechas recientes cuando el ser humano se ha atrevido a intentar batir otra muralla en esa pelea que viene librando desde que tuvo conciencia de su misma existencia por evadirse de la maldición bíblica, pues aunque las máquinas nos vienen eximiendo, ya desde la antigüedad más remota, de los trabajos más penosos, no ha sido hasta hace no más de setenta y cinco años cuando el ser humano empezó a acariciar la idea de que las máquinas realicen el trabajo de pensar por las personas, dicho con la feliz expresión de Alan Turing; un objetivo entonces que hoy ya es una realidad, todavía con incertidumbres y no exenta de riesgos, pero que ya está suponiendo un paso de gigante en esa metafórica lucha titánica que la especie humana inició, frente al “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, provista con el prodigio de su inteligencia desde el mismo momento en que alcanzó a comprender lo arduo que es trabajar. Estas consideraciones poco rigurosas y voluntariamente no exentas de cierto tono festivo, aunque es probable que también encierren algo de verdad, me abren el camino a exponer algunas reflexiones sobre “la proyección de la inteligencia artificial en las relaciones laborales”, materia que integra una de mis últimas líneas de investigación.
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