En Deleuze, el pensamiento y la vida (de la cual el ser es un nombre) designan las dos caras indisociables, a la vez que reversibles, de un solo y el mismo Absoluto filosófico (también llamado campo de inmanencia). Ese único plano de realidad existente, en tanto que animado por un proceso de vice-dicción por el que pensamiento y vida se relanzan mutuamente sin que jamás intervenga resolución fundamental alguna, se presenta asimismo bajo la forma de una totalidad inacabada, de una unidad abierta, que elimina por anticipado cualquier tipo de Uno-Todo concluso (ya sea de partida o de llegada). En este sentido el todo de lo real nunca está enteramente dado, y no puede estarlo por la sencilla razón de que siempre se está haciendo. En ese plano bifaz en continuo devenir, que recoge y condensa los vaivenes incesantes entre el pensamiento y la vida, se esboza pues una relación de co-pertenencia a raíz de la cual un paso para el pensamiento implica forzosamente un paso para la vida, y viceversa. La vida, concebida como el afuera no-exterior —o, lo que es lo mismo, como el adentro no-interior— del pensamiento, aparece aquí como la instancia problematizante por antonomasia; y los problemas mismos, como ramificaciones (o propagaciones) de una vida, por definición impersonal, que no cesa de trabajar al pensamiento, exigiéndole en cambio unas creaciones problematizantes que le permitan intensificarse, incrementarse, exaltarse. Ajena a toda forma de trascendencia, la vida se desarrolla a sí misma como un movimiento inmanente y complementario de dos movimientos antagónicos: por un lado, la actualización-diferenciación que designa la réalité toute faite, la mitad actual de lo real (Natura naturata); y por otro, la cristalización (o contra-efectuación) que remite a la réalité se faisant, a la mitad real-virtual (Natura naturans). La realidad haciéndose se presenta asimismo como la marca de una insistencia o persistencia virtual que coexiste de forma aberrante con la realidad ya hecha, no siendo ésa otra cosa que la actualización hic et nunc de aquélla. Ahora bien, es precisamente a partir de esa co-presencia metaestable que emergen y se imponen paulatinamente nuevas problemáticas que violentan el pensamiento, en la medida en que neutralizan de forma repentina su horizonte de presencia y coherencia relativa. Si un problema nuevo es pues la marca de una diferencia, se habrá de decir inversamente de la diferencia que es el único problema. La diferencia, y no la contradicción. Ésa no es efectivamente otra cosa que la imagen invertida de la diferencia, la manera cómo se representa la diferencia en una conciencia y para un sujeto, pero no la diferencia en sí misma. Lejos de consistir, pues, en una relación dialéctica de términos contradictorios, la diferencia deleuziana describe por el contrario una oposición viviente y móvil, que al rechazar de antemano cualquier síntesis reconciliadora de contrarios, atañe a un devenir; esto es, a un pasado-futuro virtual (Aiôn) que tira en los dos sentidos a la vez y esquiva a cada instante la actualidad del presente (Cronos). El devenir es asimismo la expresión de una para-doja; es decir, de una pasión del pensamiento cuyo operador lógico no es otro que la disyunción inclusiva. El uso afirmativo e ilimitativo que hace Deleuze de la disyunción, en la medida en que garantiza la constante permutabilidad de los términos relacionados, adquiere ante todo un valor de defensa contra toda fijación identitaria: pues el movimiento que describe la diferencia difiriendo coincide con una repetición diferencial-diferenciante, y no con una repetición de lo mismo y lo idéntico. Ahora bien, ese (eterno) retorno de lo absolutamente diferente constituye precisamente todo lo que escapa al sentido común o doxa, así como a su sublimación racional, la filosofía (en sentido no deleuziano). En ambos casos, donde impera la imagen dogmática y, a su través, el mundo de la representación y las exigencias sociales de adaptación y utilidad, la diferencia siempre es reconducida a una diferencia conceptual; y la repetición, a una diferencia numérica. Para poder pensar la diferencia y la repetición en su verdad, la primera como disfraz y la segunda como desplazamiento, hace falta retroceder, pues, más acá de la representación y de su correspondiente lógica de reconocimiento. La puesta entre paréntesis del ejercicio voluntario de las facultades pensantes, suspensión involuntaria que designa el encuentro azaroso y fortuito del pensamiento con un impensado (el signo) que deshace tanto la coherencia del sujeto vidente como la del objeto visto, constituye por tanto el primer paso, desde todos los puntos de vista ineludible, en la exploración y conquista del inconsciente (en sentido proustiano). Ahora bien, adentrarse en esa terra incognita significa zambullir el pensamiento en las categorías de la vida, que no son otra cosa que las actitudes y posturas —por naturaleza heterogéneas— del cuerpo. He aquí, pues, que la inversión filosófica (del platonismo) consiste en darse un cuerpo, pero se trata de un cuerpo anarquista, intenso, que difiere por completo del organismo, del cuerpo propio y de su imagen figurada. Por ello, el término invertir no señala un simple trastocamiento de las polaridades: no se trata de atribuir ahora al cuerpo una preeminencia sobre el alma; antes bien, la cuestión estriba en destituir el cuerpo organizado en provecho de un cuerpo-sin-órganos (CsO), para descubrir en paralelo las fuerzas del pensamiento que escapan a la conciencia. Las coordenadas en las que se enmarca asimismo el ejercicio involuntario de las facultades pensantes son —al menos, en un primer momento— las de lo intensivo; esto es, de lo desigual en sí, que lejos de pertenecer al dominio de la cantidad o de la cualidad, determina no obstante su génesis conjunta sin confundirse por ello con su ex-plicación. Del afecto (como elemento intensivo) al pensamiento; en el camino que conduce a lo que queda por pensar todo parte, pues, de una diferencia de intensidad. Las diferencias de potencial encuentran asimismo en el CsO una superficie privilegiada de inscripción; lugar en el que no hay nada ni nadie, ni objeto completo ni sujeto bien acabado, sino que contiene al contrario tan sólo polos, zonas, gradientes y umbrales. En este sentido el CsO describe el plano subrepresentativo de los devenires- o individuaciones dobles; es decir, de aquello que no es ni sensible ni inteligible desde el punto de vista de la concordia facultatum. Experimentar ese algo que escapa al ejercicio empírico, voluntario o inferior de las facultades conlleva asimismo una despersonalización del pensador, ya que sólo se puede pensar lo absolutamente diferente por cuanto se devenga otro. Tal devenir-otro se expresa ante todo en la forma de un yo siento que…, de un afecto no subjetivado; o, dicho en otros términos, de un movimiento forzado que se presenta como el correlato de unas fuerzas activas que ponen el pensamiento en estado de exterioridad. La fulguración del signo (= intensidad, afecto, devenir), al coincidir con la irrupción repentina de lo heterogéneo en sí en el campo de los objetos reconocidos y de las significaciones explícitas, conlleva necesariamente la puesta en jaque de la representación, así como la neutralización de las fuerzas (reactivas) de conciencia que bloqueaban el paso de las intensidades: la forma de la identidad (en el concepto) se inclina ante una diferencia libre o no vinculable a... (la Idea como multiplicidad pura); la condición de convergencia, ante la universal desfundamentación (divergencia, disyunción, descentramiento). El sentido común deja paso a la paradoja; y el buen sentido, al doble sentido. El órgano del reconocimiento es sustituido por el poder inhumano de crear problemas; y la dirección para prever, por la creencia en un porvenir no-anticipable. La lógica del sentido empieza asimismo con una lógica de la sensación, en el sentido en que el signo es a la Idea-problema lo que la intensidad es al signo, a saber: el vector y soporte a defecto del cual jamás las facultades del alma podrían elevarse a su uso superior o trascendente, ejercicio cuyas dos alas son respectivamente la invención problematizante (como instauración de una nueva imagen del pensamiento) y la creación conceptual (como intercepción-captura del sentido así producido). Ahora bien, no hay ningún reparto original de los seres y de los conceptos que no implique a su vez una resistencia a ese tiempo cardinal que tiene como contenido el presente de la acción, y como figura, el pasado de la reminiscencia. Engendrar pensamiento en el pensamiento no sólo presupone, pues, la suspensión del sujeto fijo y, a su través, de la esfera de actualidad y presencia en la que ése opera; también conlleva la apertura de ese dominio impersonal y pre-subjetivo de las síntesis pasivas del tiempo donde la del porvenir en tanto tal (también llamada eterno retorno) priva al presente-agente y al pasado-condición de su autonomía, a la vez que los convierte en dimensiones subalternas de una temporalidad ordinal donde el futuro inanticipable tiene ahora el primado. El eterno retorno se presenta en este sentido como la repetición regia de la cual el deseo-máquina (la voluntad de poder, diría Nietzsche) es el motor. Del encuentro con el signo nace efectivamente una voluntad (o un se quiere) impersonal, que al tiempo que reclama su propio retorno, involucra el pensamiento en un aprendizaje que constituye un auténtico juego de muerte para todo sujeto bien constituido. El deseo, como alegría de aprender, carece efectivamente de sujeto fijo; inversamente, no hay sujeto fijo más que por represión del deseo. En este sentido, las formas de pensar están inmediatamente ligadas a un determinado estado del deseo. Por ello, contra el ejercicio reglado y codificado de una voluntad separada de lo que puede (o, si se prefiere, contra la edipización forzada del deseo) hay que realzar su inmediata coextensividad con el campo social, de tal suerte que si el deseo es productor, sólo puede serlo en realidad, y de realidad. La esquizofrenia, como procesamiento de esa energía libre y no ligada, no sólo designa pues el uso trascendente de las facultades (sensibilidad, imaginación, memoria, entendimiento, sociabilidad, etc.), sino que evidencia también el carácter à la lettre creador del pensar intenso, en el mismo sentido en que Nietzsche se refiere a los pensamientos altos como fragmentos de la realidad. Pensar, del mismo modo que desear, es crear realidades nuevas, perspectivas hasta entonces insospechadas. Ahora bien, no hay creación alguna que no tenga por horizonte temporal el porvenir en cuanto tal, que no el futuro de la anticipación. Por eso, el futuro como modo temporal original está ligado a las condiciones de emergencia de un acto de pensar. En efecto, pensar —del mismo modo que desear— depende a fin de cuentas de la posibilidad de afirmar el futuro como tal, y de vivir de alguna manera lo invivible. Creencia en el mundo, creencia en el futuro: ésos son, pues, los dos aspectos indisociables de la gran política deleuziana.
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