La obesidad se ha convertido en las últimas décadas en una de las principales causas de muerte y discapacidad, pasando a considerarse un grave problema de salud pública debido a su fuerte asociación con una elevada morbimortalidad por patologías tales como la diabetes mellitus tipo II, enfermedades cardiovasculares, accidentes cerebrovasculares, ateroesclerosis, hipertensión arterial, hiperlipemias, osteoartritis y algunos tipos de cáncer (Rega-Kaun G. et al, 2013).
En la obesidad se produce una disfunción de las células adiposas que conlleva a un desequilibrio en los productos secretados por el tejido adiposo como las adipocitoquinas y otros factores que, a su vez, inducen un estado proinflamatorio sistémico (Skurk et al. 2007). Las adipocitoquinas participan en la regulación de la homeostasis a nivel sistémico mediante mecanismos endocrinos, paracrinos y autocrinos y el desequilibrio en su producción contribuye al desarrollo de enfermedades cardiovasculares y otros desórdenes como la resistencia a la insulina, la hipertensión, la ateroesclerosis y el síndrome metabólico (Rosen et al, 2006) (Lago F. et al, 2007).
La acumulación crónica de grasa produce una serie de adaptaciones a nivel cardiovascular con el objetivo de mantener la homeostasis corporal (Bastien M. et al, 2014). En pacientes obesos el gasto cardíaco se incrementa debido al aumento del volumen de sangre circulante que debe satisfacer las necesidades metabólicas en estos estados (Bastien M. et al, 2014). A largo plazo, el aumento de volumen sanguíneo incrementa la tensión en la pared ventricular y conducirá a la aparición de la hipertrofia ventricular, la degeneración a nivel muscular, el incremento del volumen sanguíneo y las disfunciones sistólica y diastólica son los principales precursores de la insuficiencia cardiaca en la obesidad (Poirier P. et al, 2006). Adicionalmente, la existencia de diferentes comorbilidades asociadas con la obesidad pueden predisponer a los pacientes obesos a padecer hipertensión o diabetes de tipo II (Poirier P. et al, 2006).
La combinación de la obesidad y la hipertensión tiene dos consecuencias importantes. En primer lugar, esta combinación es particularmente insidiosa debido a que la población con obesidad e hipertensión tienen una alta morbilidad y mortalidad por enfermedades cardiovasculares, incluyendo la enfermedad coronaria, insuficiencia cardíaca congestiva, muerte súbita cardiaca, enfermedad renal crónica, enfermedad renal terminal y accidentes cerebrovasculares (Landsberg L. et al, 2013). En segundo lugar, la obesidad aumenta el riesgo de desarrollar hipertensión arterial resistente al tratamiento por lo que estos pacientes requieren de uno o más fármacos antihipertensivos (Jordan J. et al, 2012).
El aliskiren fue el primer inhibidor oral de la renina aprobado para combatir la hipertensión. Además de su efecto antihipertensivo el aliskiren ha demostrado un efecto protector a nivel renal y cardíaco (Pilz B. et al, 2005). También posee efectos positivos frente a la aterosclerosis (en modelos animales), reduce la proteinuria en pacientes diabéticos y ha demostrado efectos antiinflamatorios tanto a nivel renal como a nivel cardiovascular (Feldman DL. et al, 2008).
Por su parte, la chemerina es una nueva adipocitoquina implicada en numerosos procesos inflamatorios, metabólicos y asociada con la obesidad y la diabetes mellitus de tipo II (Bozaoglu K. et al, 2007). La chemerina también podría participar en el desarrollo de enfermedades cardiovasculares ya que sus niveles en circulación se encuentran positivamente correlacionados con diferentes parámetros cardiometabólicos y con la severidad de la cardiopatía isquémica (Xiaotao L. et al, 2012).
Por todo ello, nuestro objetivo es el de estudiar el papel del aliskiren y la chemerina en el metabolismo y la viabilidad de los cardiomiocitos y su posible implicación en la regulación de procesos inflamatorios a nivel cardíaco.
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