De las hipótesis centrales se desprende que en la segunda mitad del siglo XIX, el ritual judicial penal terminó por tomar en cuenta al acusado más que como sujeto de derechos, como un objeto del procesos penal manteniendo constantes los valores sagrados propias de épocas anteriores, independientemente de su secularización. Lo que llevó a que, en segundo lugar, la ficción y la imagen cultural creadas en torno a esta figura de sujeto acusado, a las que tuvo acceso el público observador, estuvieron lejos de construir un concepto respetuoso de las garantías que se le reconocieron para ese entonces.
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