Somos todos conscientes de que la acelerada expansión jurídica, la demanda de justicia, el protagonismo del poder judicial y su creciente influencia en la vida cotidiana de las personas son hechos políticos, quizás algunos de los más importantes de este siglo, y, por lo tanto, deben ser analizados, discutidos y no ignorados.
El famoso libro de Ran Hirschl, Towards Juristocracy, The Origins and Consequences of the New Constitucionalism, publicado por Harvard en 2004, que utilizamos aquí para tratar del tema del nuevo constitucionalismo, traza ese movimiento mundial de intensificación de transferencia de poder de las instituciones representativas a los órganos judiciales, al que él llama de juristocracia. El fenómeno consiste básicamente en los condicionamientos que las decisiones judiciales suponen para los actores políticos, que ven restringido de forma considerable el campo de su actuación basada en reglas de mayorías democráticas. Sin embargo, el nuevo constitucionalismo, que atiende muchas veces aspectos de la vida política comprometidos por los acuerdos internacionales vinculantes, no es el único fenómeno que muestra la profunda transformación de la presencia de la judicatura, en todos sus niveles, sobre la vida democrática de nuestras sociedades. Junto a él, tenemos la extrema judicialización de la vida política, que es un síntoma de la profunda incapacidad de la clase política para resolver y regular sus propios conflictos internos y asumir criterios estrictamente políticos de responsabilidad, por lo que problemas propios de su esfera van a parar a cuerpos judiciales que de esta manera se convierten en mediadores políticos. Y de forma expresamente simétrica a esta judicialización de la política, observamos una politización de la judicatura. En efecto, conscientes todos los actores de la mayor incidencia y peso de la justicia en la vida democrática, todos los actores políticos se entregan a una pulsión de influir en los nombramientos de jueces y fiscales, intentando disminuir su independencia para así prever un trato favorable cuando esas mismas instancias, bien por las imposiciones del nuevo constitucionalismo, bien por la judicialización de la política, tengan que decir sobre asuntos que les conciernen. Y por si fuera poco, recientemente se ha presentado lo que podemos llamar populismo judicial, fomentado de forma descarada en aquellos países que cuentan con instituciones como la acusación popular, que convierte a cualquier ciudadano en un órgano de la justicia y que sobrecarga las actuaciones del tercer poder con denuncias que responden a la violación de hipotéticos derechos subjetivos, que en ocasiones movilizan a las víctimas de determinados delitos hasta convertirlas prácticamente en legisladores populares. Conviene pues diferenciar todos estos fenómenos, trazar una fenomenología de todos ellos, y seleccionar aquel en el que deseamos incidir en este trabajo, pues consideramos que debe ser cuidadosamente distinguido de los que acabamos de esbozar. Se trata del fenómeno del activismo judicial.
Para empezar, parece conveniente que aclaremos y situemos la investigación en su justo alcance. En el activismo judicial la ley, que era la parte protagonista del positivismo y que aseguraba el vínculo entre la actividad jurisdiccional y la soberanía popular, sigue, obviamente, siendo esencial. Por lo tanto, el activismo judicial no altera la división de poderes clásica y eso es algo que intentaremos demostrar en esta tesis. Sin embargo, desde el activismo judicial se es consciente de que la ley por sí misma, en muchos casos, ya no es suficiente para guiar al juez en su decisión y que se debe recurrir a los principios supremos de la Constitución, a los valores del ordenamiento jurídico y los tratados internacionales y se debe oír las demandas de la sociedad, así como conocer otras fuentes del derecho supranacionales, como puede ser la jurisprudencia de los Tribunales de Derechos Humanos. En definitiva, como ha dicho Garapon,
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