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Constitucion y democracia: aproximación a la teoría del constitucionalismo procesal débil

  • Autores: Milton César Jiménez Ramírez
  • Directores de la Tesis: María del Carmen Barranco Avilés (dir. tes.)
  • Lectura: En la Universidad Carlos III de Madrid ( España ) en 2018
  • Idioma: español
  • Tribunal Calificador de la Tesis: Cristina García Pascual (presid.), Javier Dorado Porras (secret.), Conrado Hübner Mendes (voc.)
  • Programa de doctorado: Programa de Doctorado en Derecho por la Universidad Carlos III de Madrid
  • Materias:
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • RESUMEN SELECTIVO DE TESIS CONSTITUCION Y DEMOCRACIA Aproximación a la teoría del constitucionalismo procesal débil Autor: Milton César Jiménez Ramírez Director/es: Dra. Dña. María del Carmen Barranco Avilés PROGRAMA DE DOCTORADO EN DERECHO Leganés/Getafe, Julio 2018 RESUMEN SELECTIVO DE TESIS Una posibilidad para debatir.

      La comprensión de la objeción democrática depende en gran parte del diseño constitucional, particularmente de la cualidad que contiene cada constitución; los diseños pueden replicarse como parte de una tradición político constitucional, como parte del paradigma de la democracia liberal, y en la mayoría de los casos estos diseños se constituyen en modelos que se aplican sin revisar las características de cada nación, pero más allá de esto el diseño constitucional se centra en la separación de poderes, en los derechos civiles y el control judicial de constitucionalidad y no contempla la restricción que este mecanismo le hace a la democracia; no se contempla una formula procesal o de competencia para evitar que el poder judicial al dejar sin efecto la ley del representante popular desconozca su legitimidad democrática y la autonomía popular.

      Los diseños constitucionales se fundamentan en el aseguramiento de los intereses de los movimientos sociales que impulsan la decisión política fundamental para crear una constitución; el poder constituyente asegura pese a su amplio margen de decisión uno aspectos trascendentes, como la legalidad, la separación de poderes y los derechos fundamentales; dispone el aseguramiento del territorio, los limites al poder gubernamental y a la administración pública, y promueve la manifestación de la prevalencia de la soberanía popular. No existe una detenida o mesurada revisión de estas estructuras sino que las constituciones más modernas preservan el diseño y lo replican como método fundante de su cultura constitucional.

      La preservación del diseño constitucional es la prolongación de sus virtudes y dilemas. Así como se crea una creciente práctica protectora de los derechos constitucionales, también se descuida el impacto de la práctica institucional judicial, e incluso gubernamental y legislativa, sobre la democracia y su prevalencia. No es una prioridad del constituyente originario, ni del poder de reforma, definir la prevalencia – o un balance proporcionado- del poder democrático, de la autonomía o autogobierno ciudadano a la hora de tomar decisiones generales. No es una prioridad establecer un balance entre libertad, igualdad y participación .

      Tal prevalencia o balance puede ser posible más allá de los debates dogmáticos acerca de la dificultad contramayoritaria, es decir, más allá de la primacía constitucional, legislativa o popular, e incluso de sus fórmulas intermedias, promoviendo fórmulas más prácticas que garanticen la mayor participación posible de la ciudadanía, de manera que se evidencia que se toma enserio la democracia y el autogobierno como promesa mínima del orden democrático constitucional. Esto resulta más conveniente que preservar formulas justificativas de la labor judicial, la cual desde luego no es de desdeñar por su aporte al orden institucional y la garantía de los derechos constitucionales, pero que por sí sola no alcanza a suplir las deficiencias democráticas de su labor, particularmente cuando se asume un rol protagónico y elitista de los jueces que desplaza la participación y gestión ciudadana en los conflictos sociales y cuya respuesta define progresivamente el significado y valor de la constitución.

      Cuando ese significado y valor de la constitución en lugar de ser definido por la práctica democrática, participativa, pluralista y deliberativa, es tallada por la jurisprudencia, incluso teniendo de por medio la buena fe judicial y consecuencias concretas positivas, las resultas a largo plazo pueden ser contraproducentes. Si los ciudadanos depositan todas sus expectativas sobre los derechos, sobre lo que quieren que sea la sociedad, sobre los límites al poder y la consecución de sus intereses y derechos, en los jueces, se está degenerando la práctica de la democracia constitucional; en lugar de fortalecer la democracia desde la difusión del poder en los ciudadanos y en su movilización se está impulsando una versión de la democracia en la que los jueces no actúan en casos límites o extremos para defender la dignidad y autonomía de las personas, sino una en la que los jueces guían a la sociedad como los únicos capaces, incluso bajo consensos sociales, doctrinarios y académicos, y en consecuencia en detrimento de la autonomía moral de los ciudadanos.

      Un constitucionalismo débil procesal presenta diversas fórmulas que podrían ser exploradas o analizadas dependiendo de un análisis contextual; en todo caso lo que promulga es el reconocimiento de la tarea judicial en una sociedad y la necesidad de dejar atrás cualquier preponderancia judicial y reconocer la última palabra en la ciudadanía y en su práctica participativa y deliberativa. El constitucionalismo débil procesal se centra en explorar institutos que aseguren la evolución del dialogo constitucional, no solo bajo una dogmática creyente en la virtud judicial y en la corrección de los Tribunales Constitucionales, sino en la exigencia de la virtud judicial y en la aplicación de canales constantemente deferentes hacia la ciudadanía y su representante.

      Un constitucionalismo de esta clase es uno moderado y democrático, está legitimado en varias esferas: (i) en la no exclusión de la palabra judicial, la cual puede seducir y convencer a los demás actores del poder público y al pueblo mismo de tener la razón, de su posición como director procesal y de haber considerado la deliberación pública; es más en muchas sociedades la tradición judicial puede hacer a que los deliberantes y movimientos sociales interesados en que sus pretensiones sean amparadas por la constitución acepten y calmen su beligerancia con el arbitraje constitucional.

      A la par, (ii) en el reconocimiento de la posición judicial como un director procesal encargado de armonizar las fuerzas deliberativas y crear espacios procesales adicionales para la discusión pública y la generación de los mejores argumentos posibles, todo lo cual ayuda a materializar la constitución, específicamente dándole significado a través de la democracia. Por ello, ese significado debe ser promovido por el juez –director procesal- asegurando la intervención de todos los actores sociales posibles, se crea un foro deliberativo amplio y no sesgado por la validación judicial; lo importante es la deliberación y debe ser reproducida y generada tal como se da en la sociedad e incluso abriendo canales para su expansión, y esto no puede ser un episodio o una oportunidad judicial, sino la legitimación necesaria de la actividad judicial y la leal búsqueda de la respuesta democrática a los dilemas que genera la aplicación de la ley constitucional.

      El constitucionalismo procesal pretende también que los diversos métodos que pueden asegurar la mayor participación, deliberación y divulgación posible de los dilemas que tratan de resolverse en torno a la constitución y bajo el método democrático, permitan la estandarización de otras fórmulas que ayuden a la construcción social de la razón pública. Por ello, es posible la incorporación de peritos y jurados que puedan aportar su conocimiento al caso, sus percepciones e incluso trasladar parte de la opinión pública al proceso público de constitucionalidad. Estas figuras pueden ser flexibles y aplicarse en los casos constitucionales, sin que pueda entenderse su incorporación como una dilación sino como una optimización del debido proceso constitucional y democrático.

      Bajo estas ideas el juez sigue teniendo un protagonismo relevante, solo que (iii) sus deberes como director procesal lo llevan a perseguir y asegurar la deliberación y a considerar en su decisión todos los argumentos expuestos por los contendientes; así mismo su sentencia puede ser controlada no solo a través de la crítica social sino especialmente a través del proceso democrático. Al no tener el juez la última palabra, pese a tener una importante, el proceso democrático puede llevar a que el legislador utilice su poder de libre configuración o de reforma constitucional para precisar el significado de la respuesta judicial o establecer una conforme al disentir democrático, para lo cual el legislativo tendrá que expandir su práctica deliberativa y tomar una decisión que sintetice los discursos y los afine a los principios constitucionales y de la razón pública.

      El legislador estará actuando bajo un contexto legítimo pero en un ambiente que no está desprovisto de control jurídico, político y social, pues el proceso deliberativo que tendrá que formular el legislador tendrá que ser tan inclusivo como el que debió cumplir el juez, incluso quienes intervinieron en el proceso constitucional tienen una patente para seguir defendiendo sus posturas en el foro legislativo, dándose que tales discursos se pueden perfeccionar o conjugar según el dinamismo de la práctica democrática. En tal foro el legislador está expuesto, sus actos son evidentes y por tanto objeto de control por la oposición política, por los movimientos sociales, grupos de interés, la academia y por la ciudadanía.

      Un proceso constitucional débil como el propuesto genera el reconocimiento del rol judicial, pues no lo excluye pese a la objeción democrática que lo embarga, reconoce sus aportes y le concede mayor confianza al encomendarle la dirección deliberativa de los principales dilemas sociales; este proceso también se ampara en un sustento de legitimidad democrática como el que detenta el legislador (iv), como representante popular, le exige la constitución de un foro legislativo abierto bajo restricciones de principios y de objeción política, so pena de hacer nulo el procedimiento legislativo. De la misma forma reconoce su prevalencia democrática y la posibilidad de deliberar sobre sus leyes o actos reformatorios. Así, se reconoce una posible instancia de control a la primacía judicial en sintonía con los valores y principios de la democracia, pero sin caer en una tendencia radical de la democracia, pues su ejercicio está restringido por los actores deliberativos, tanto en el proceso de creación normativa, de posible revisión de la decisión judicial, como posterior a su decisión.

      La legitimidad democrática que reside en el ciudadano es inigualable (v), sus restricciones deben ser definidas manteniendo la posibilidad de la última palabra en el pueblo; pero también representa un deber, esto es, que si bien en el ciudadano reside la potestad de decidir y legitimar cualquier proyecto social, también en él radica la obligación de controlar a sus representante, al poder institucional y a las fuerzas sociales. En el ciudadano concurren un derecho y un deber que es necesario para asegurar la efectividad del modelo constitucional y de la práctica democrática, la interiorización de los valores y principios del autogobierno y el republicanismo. La idea del constitucionalismo débil procesal descansa sobre la práctica participativa y deliberativa de la ciudadanía, del aval que le otorgue a las actuaciones judiciales y legislativas.

      La autonomía moral y la promesa democrática del autogobierno deben verse materializadas por el sistema jurídico y político, por ello no constituye un fenómeno congruente con el desarrollo histórico de la teoría constitucional y democrático que las democracias constitucionales se funden en la soberanía popular pero alternamente distancian al pueblo de algunas de las decisiones más importantes. Existe un sistema fundando en la democracia pero hay miedo a la democracia, lo que al final no hace más que minimizar la capacidad moral de las personas para autogobernarse o asumir las consecuencias de no hacerlo.

      La ciudadanía debe tener la potestad de la última palabra en una sociedad que se pretenda democrática. Bien a través de la deliberación que ejecute ante el Tribunal Constitucional o el legislativo y la validación que con su apoyo público o pasividad manifieste, o a través de la manifestación popular electoral, como la oportunidad que conceden los referéndum, mecanismo de participación y ampliación de la esfera deliberativa. Los órganos del poder público y los actores institucionales deben tener la sensibilidad para impulsar la participación y deliberación ciudadana ante cualquier decisión pública, más si esta decisión divide o polariza las sociedades o implica un dilema que independiente de la resolución que tome dejara a sectores sociales insatisfechos. Un sistema democrático constitucional no puede promover decisiones únicamente amparado en la corrección que entrega la aparente lectura moral o política de la constitución, debe garantizar decisiones probadas en la arena política .

      La idea de la prevalencia democrática guiada por un constitucionalismo procesal débil requiere de la apropiación de los principios y valores, de canales de información y de un sistema de formación centrado en las capacidades humanas, en la creencia en la autonomía y la dignidad humana, un sistema en el que las mejores versiones de la democracia puedan surgir y aplicarse sin la necesidad de recurrir a guardianes que puedan apropiarse de aquello que cuidan, que es un peligro recurrente en la suprema judicial; tal vez lo que es valioso para todo debe cuidarse por todos, lo que no implica algo infalible sino más bien un aprendizaje continuo y colectivo.

      La elección de los guardianes de la constitución ha sido un tema poco tratado cuando la actitud deferente hacia a la democracia –como método de desarrollo constitucional- a través del aseguramiento de los niveles deliberativos y de legitimidad depende en gran parte de la probidad de quien ejerce tal labor. Desde luego, este defecto no solo es atribuible frente a la elección de los jueces y la evaluación de su probidad y el rechazo a la construcción de la cooptación judicial de la constitución, sino también frente a defensores como el ejecutivo y el legislador –en quién pese a su legitimidad se centran las mayores crítica respecto a su elección-. La teoría constitucional se ha centrado en las decisiones de los jueces y en su figura generando una idolatría que opaca perjudicialmente la crítica y la reflexión sobre la revisión judicial; son necesarias las críticas y las propuestas en torno al control de constitucionalidad y sus ejecutores para probar la constitución y el futuro de la democracia generación tras generación.

      Preocuparse por quien ejecutora la revisión judicial, como una de las labores más relevantes en cualquier modelo constitucional, es determinante para propiciar mayor tolerancia hacia la labor de funcionarios carentes de legitimidad democrática. Ahora, si las condiciones que motivan la objeción democrática se moderan o superan con algunas de las propuestas del constitucionalismo procesal débil, y a esto se adicionan medidas para la selección de los mejores jueces la optimización de la práctica democrática podrá gozar de niveles superlativos, particularmente porque elegir a los mejores garantiza confianza social e institucional. Dadas las cosas, se debe responder a la premisa de que ejecutar un buen modelo e incluso uno deficiente depende sustancialmente de la probidad del ejecutor.

      Entre varios modelos para tratar de encontrar esa probidad y especialmente la virtud necesaria para ejercer el servicio público y la promoción de la participación y la deliberación, la meritocracia aparece como el más idóneo. La meritocracia se presenta como un método recurrente en el ingreso a la carrera judicial de los jueces de jerarquía inferior, o distintos de las altas Cortes, mientras para estos prevalecen métodos como la cooptación o la selección política, bajo los cuales el mérito como prueba de la capacidad, la selección en igualdad de condiciones y la virtud no aparecen como un propósito contundente; en vez de ello prevalece una visión de la política transaccional, como la oportunidad de cooptación del sistema judicial y político y con ello una versión altamente riesgosa para los fines constitucionales y democráticos.

      El mérito es un fin que legitima el ejercicio de un poder, de un servicio, de una misión constitucional y democrática, sin constituir un tutelaje o la idea de que los mejores pueden y deben gobernarlos a todos; los mejores solo pueden ser mandatarios de la ciudadanía, y ese mandato se subordina siempre a la democracia, la constitución y los valores y principios de la razón pública, la cual deben perseguir a través de la deliberación pública. Elegir a los mejores no constituye un mecanismo infalible, es solo un medio menos riesgoso para desarrollar la deliberación y la construcción colectiva del significado constitucional.

      El mérito debe acreditarse en el marco de un procedimiento público, igualitario, con garantías y regulaciones que permitan elegir a los más capaces según su experiencia y su conocimiento; de acuerdo a sus capacidades deliberativas y a sus virtudes y ética a lo largo de una carrera pública. Un procedimiento centrado en el mérito y ejecutado por una entidad con reputación social como las universidades, puede motivar la pertinencia de repensar el diseño constitucional, de dejar a tras el modelo de prevalencia del interés político y avanzar hacia uno enfocado en la valoración del esfuerzo, de las virtudes republicanas, en el reconocimiento de la disciplina y la transparencia.

      Una resolución práctica de la objeción democrática debe dar el lugar que corresponde a la autonomía moral de los ciudadanos y al respeto de sus decisiones, sean positivas o negativas; debe reconocer las potencialidades del legislativo en lugar de únicamente someter a juicio sus actos; debe reconocer la dignidad de la legitimidad democrática y la necesidad de despojar de arribismo y desconsideración la intervención ciudadana; debe admitir la presencia de argumentos provenientes de los actores sociales e institucionales; debe centrarse en la creación dúctil de instrumentos procesales que aseguren la presencia constante del pueblo en el valor de la democracia constitucional, más allá del mito fundante de la soberanía popular. Se trata de definir si hay que tomarse enserio los derechos por medio de la democracia y la palabra del ciudadano.


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