La historia nos muestra que desde tiempos muy remotos, la cuestión del aborto ha sido abordada por el derecho y por otras ciencias, como la biología, la medicina y desde luego la filosofía, particularmente dentro de ella, la ética. Así sabemos que, por ejemplo, las leyes hititas, contenidas en el código de Nesilim (1650-1500 ac) y el código de Hamurabi, que reinó en Babilonia entre el año 1728 y 1686 ac, sancionaban al que causare un aborto con penas pecuniarias que variaban según se produjera el aborto en una mujer libre o esclava. La antigua Persia también penalizó el aborto y ya desde entonces el crimen del aborto era asimilado, por su gravedad, al concepto de pecado. Así, si una mujer instigada por el varón acudía a una comadrona para provocarse un aborto, el pecado y la pena debían caer en cabeza de los tres. El historiador judeo-romano Flavio Josefo (37-100 c.) refiere en su apologética Contra Apion que “la ley ordena educar a todos los niños, y prohíbe que la mujer se provoque un aborto o destruya por otro medio la semilla vital; una mujer culpable de ese delito es una infanticida porque suprime un alma y disminuye la raza”. En Grecia, para Aristóteles (385-323 a.c.) el aborto sólo podía ser provocado “antes de que el feto reciba el sentimiento vital” porque “el sentimiento de la vida es lo que establecerá si hay crimen o no en provocar el aborto” de lo que puede deducirse que se oponía al aborto si el feto estaba animado.
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