Hoy por hoy, en el amanecer tardío del siglo XXI, podemos constatar que la recepción de la obra de Alejandra Pizarnik crece día a día en proporciones notables. Las vigentes reediciones de sus Diarios, así como de su obra completa, incluyendo su Correspondencia, han facultado el descubrimiento de esta autora por parte de incontables lectores a nivel internacional. Muchas veces malentendida, tomada quizás como una moda, en ocasiones tergiversada, aplaudida superficialmente o rechazada sin más, las opiniones sobre esta protagonista de las letras argentinas aumentan en una nueva Babel cada vez más tapizada de textos. El alcance de su presencia se extiende progresivamente como mito de la literatura (quizás a su pesar, quizás para su regocijo póstumo), y la crítica no se ha hecho esperar. Los estudios que buscan ahondar en el universo pizarnikiano lo han hecho desde plurales dimensiones: desde el erotismo de su lenguaje y sus metamorfosis (Aira, 2001), la presencia del sujeto y del cuerpo en los poemarios (Calafell, 2007), la muy continua descarnada oscuridad en la producción de imágenes (Areta, 1999), el deseo de la palabra y la palabra como deseo -incluso deseo de muerte y de vacío (Borinsky, 2000), hasta la recurrencia de los tropos narrativos a título de umbrales temáticos y su relación con las vanguardias europeas del siglo XX (Caulfield, 1992), por mencionar un lacónico pero asertivo número de estudios ensayísticos que se aproximan a la obra poética intentando vanamente desvelar sus misteriosas e incontables facetas.
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