Es fácilmente observable que la sociedad actual se encuentra inmersa en un creciente ambiente de deterioro de principios y valores. Basta con la información que diariamente recibimos, a través de los medios de comunicación social, para darnos cuenta de cómo se incrementan, a nivel mundial, los índices de delincuencia y corrupción a todos los niveles, de egoísmo, de falta de respeto, deshonestidad, de un desmedido individualismo que desemboca en una atroz competitividad. La felicidad se nos pinta atractiva en la vida cómoda y hedonista, en cánones de comportamientos que despiertan en las personas un deseo de poseer todos los bienes materiales que, aparentemente, la proporcionan y un largo etcétera que conducen al ser humano a un insaciable afán de poseer. Se antepone el tener al ser y, como consecuencia, las personas viven en un ambiente de elevada inseguridad, angustia e insatisfacción. Concordamos con los que afirman que esta precariedad axiológica hunde sus raíces en el relativismo ético, donde los valores y bienes universales dependen, en gran medida, del subjetivismo moral. Se puede decir que el hombre de hoy, quizás sabe más, pero, en el sentido profundo de su ser, no vive mejor. El horizonte que tiene ante sí no parece nada esperanzador.
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