Las enfermedades cardiovasculares siguen siendo la principal causa de morbimortalidad en los países desarrollados (Figura A1). Todo el arsenal farmacológico con que se cuenta en la actualidad sólo ha conseguido retrasar la edad de aparición de eventos cardiovasculares, pero en conjunto no se ha conseguido disminuir la prevalencia de dichos eventos (Fuster, 2005). Más bien al contrario, según los datos del último informe de la Organización Mundial para la Salud (OMS) las enfermedades cardiovasculares han aumentado en el periodo de los años 2000-2012.
Entre las enfermedades cardiovasculares más importantes la insuficiencia cardiaca es una enfermedad progresiva que incluso con el mejor tratamiento actual provoca una alta mortalidad y morbilidad. Alrededor del 50% de los pacientes diagnosticados de insuficiencia cardiaca han fallecido a los 5 años del diagnóstico (Sayago-Silva, 2013). La insuficiencia cardiaca supone el 2,5% del gasto total del Sistema Nacional de Salud, y es la primera causa de hospitalización en mayores de 65 años, lo que supone el 3% del total (Christopher, 2014). Por ello y debido sobre todo al envejecimiento de la población, actualmente el número de muertes por insuficiencia cardiaca está aumentando (Banegas, 2006).
La causa principal de insuficiencia cardiaca es la cardiopatía isquémica, que ronda alrededor del 75% de todos los casos de insuficiencia cardiaca según el estudio de Framingham, y particularmente el infarto agudo de miocardio (IAM), que representa la primera causa de muerte en el mundo occidental. Además es la primera causa de pérdida de vida ajustada por discapacidad debido precisamente a la consecuente aparición de insuficiencia cardiaca (Townsend, 2012). Según se recoge en el Plan Integral de Cardiopatías de Andalucía, en el año 2000, las afecciones coronarias fueron responsables del 35% del total de defunciones (40% en mujeres y 30% en hombres).
El IAM ocurre por la obstrucción de una arteria coronaria que bloquea el flujo sanguíneo generando daño tisular en una parte del corazón. En los pacientes que sufren un IAM con elevación del segmento ST (STEMI), el principal objetivo terapéutico es restaurar el flujo coronario tan pronto como sea posible; la pronta y exitosa reperfusión miocárdica gracias al uso de tratamiento trombolítico o la intervención coronaria percutánea mediante angioplastia es la estrategia más eficaz para reducir el tamaño del infarto de miocardio y con ello mejorar el resultado clínico en su fase aguda (Patrick, 2013). Especialmente, la angioplastia primaria ha provocado un gran impacto en la historia natural de la cardiopatía isquémica, disminuyendo significativamente la mortalidad precoz y aumentando la supervivencia tras un STEMI.
En la figura A2 puede verse una coronografía antes y después de realizarse una angioplastia primaria para restablecer el flujo sanguíneo coronario en un paciente con un infarto agudo con bloqueo total del flujo sanguíneo en la arteria coronaria descendente anterior izquierda. Sin embargo, a pesar del éxito en las terapias de reperfusión y la mejora en la supervivencia a corto plazo, la cardiopatía isquémica sigue siendo la principal causa de remodelado ventricular adverso a largo plazo, lo que da lugar a la aparición de insuficiencia cardiaca. Incluso con la mejor terapia de reperfusión, entre un 20% y un 30% de los pacientes tratados exitosamente sufren un remodelado adverso del ventrículo. La consecuencia de este remodelado adverso es la aparición de insuficiencia cardiaca y el incremento en 10 veces de la mortalidad de estos pacientes (Bolognese, 2002). Por tanto los resultados a largo plazo de las nuevas terapias de reperfusión han sido mucho menos espectaculares de lo que se esperaba (Halkin, 2005).
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