El trabajo presentado en esta tesis presenta como objetivo principal el estudio del desarrollo de la atención ejecutiva durante los tres primeros años de vida. La atención ejecutiva es el mecanismo encargado del control de la información sensorial, comportamiento, pensamientos y emociones. Representa una de las tres redes de la atención de acuerdo con el modelo propuesto por Posner y Petersen (2012; 1990), comprendiendo áreas de la corteza prefrontal la corteza cingulada anterior (Fan et al., 2005) o la corteza prefrontal dorsolateral (Ravizza & Carter, 2008). La atención ejecutiva se halla involucrada en funciones tales como la resolución del conflicto cognitivo, la monitorización de errores, el control inhibitorio o la adaptación flexible a los cambios. Juega un papel muy importante en el desarrollo de la autorregulación. La atención ejecutiva y la autorregulación poseen substratos neurales comunes y de hecho la autorregulación parece cimentarse en el desarrollo de la atención ejecutiva (Rothbart et al., 2011).
A pesar del interés que despierta el desarrollo de la atención ejecutiva, son pocos los estudios que aún hoy abordan el desarrollo temprano de esta función cubriendo los primeros años de vida (ver Hendry et al., 2016 para una revisión reciente). No obstante, algunos estudios apuntan a que precisamente durante esta etapa hay un importante desarrollo de la atención ejecutiva y de las estructuras cerebrales asociadas. La red de atención ejecutiva en recién nacidos ya presenta un patrón de conectividad similar al encontrado en adultos (Doria et al., 2010) y hay pruebas de que la red de atención ejecutiva ya es funcional entre los 7 y 9 meses de edad (Berger et al., 2006). De hecho, ya desde bebés se puede medir el funcionamiento de la atención ejecutiva (Holmboe et al., 2008). Los niños demuestran una mayor flexibilidad cognitiva hacia el final del primer año de vida (Diamond, 1990b) y hacia el segundo año ya son capaces de superar algunas tareas que anteriormente eran incapaces de realizar, como… Paralelamente, durante estos primeros dos años de vida, el volumen cortical se incrementa sustancialmente, con un crecimiento más rápido en las estructuras frontales durante el segundo año (Gilmore et al., 2012). Más adelante, entre los dos y tres años de edad se observa una mejora de los niños para resolver el conflicto cognitivo (Gerardi-Caulton, 2000) a la vez que van demostrando una mayor capacidad para autorregularse (Kochanska et al., 2000).
Con este estudio, pretendíamos estudiar los cambios en el desarrollo de la atención ejecutiva durante los tres primeros años de vida. Con este propósito, diseñamos un estudio longitudinal en el que medimos la atención ejecutiva en cuatro momentos diferentes: a los 9-12 meses de edad (T1), a los 16–18 meses de edad (T2), a los 2 años de edad (T3) y a los 3 años de edad (T4). Seleccionamos una serie de tareas apropiadas para medir la atención ejecutiva en cada edad. Esperamos que las diferentes medidas de la atención ejecutiva se relacionen a lo largo del tiempo. De igual forma, examinamos la relación entre autorregulación y atención ejecutiva. No solo observamos cambios en la atención ejecutiva a nivel comportamental sino que también exploramos cómo esos cambios se relacionaban con la actividad neural asociada a la red de atención ejecutiva. Finalmente, investigamos la influencia tanto del temperamento como de factores ambientales (SES y estilo parental) en el desarrollo de la atención ejecutiva y la autorregulación.
Por un lado, el temperamento de los niños puede condicionar la forma en que la función ejecutiva se desarrolla. El temperamento se refiere a las diferencias observadas en reactividad a nivel motor, emocional y atencional (Rothbart & Bates, 2006). Podemos distinguir entre tres factores principales: afectividad negativa (disposición a experimentar emociones negativas), afectividad positiva (caracterizado por una tendencia a altos niveles de actividad e impulsividad) y control voluntario (fundamental en la regulación de los niveles de reactividad tanto positivos como negativos). Diferentes perfiles temperamentales se han asociado a diferencias individuales en atención ejecutiva. Altos niveles de afectividad tanto negativa como positiva se asocian con dificultades en tareas que requieren de la atención ejecutiva (Davis, Bruce, & Gunnar, 2002; Wolfe & Bell, 2004; Wolfe & Bell, 2007), mientras que poseer un alto grado control voluntario se relaciona con un mejor desempeño en este tipo de tareas (Gerardi-Caulton, 2000).
Por otro lado, el desarrollo de la atención ejecutiva no se ve exento de la influencia del entorno. Diversos estudios muestran que crecer en un ambiente con bajo nivel socioeconómico impacta negativamente al desarrollo de la función ejecutiva de los niños incluso desde que son bebés (Lipina et al., 2005; Noble et al., 2006), afectando al desarrollo cerebral desde muy temprano (Hanson et al., 2013; Lawson et al., 2013) y alterando su actividad funcional (Tomalski et al., 2013). Otro aspecto relevante del entorno a tener en cuenta es la influencia que las prácticas de crianza empleadas por los padres tiene sobre el desarrollo de esta función. Un estilo parental basado en la coerción o inconsistente se relaciona con un dificultades por parte de los niños en realizar tareas que implican la atención ejecutiva, así como para regular su comportamiento (Bernier et al., 2010; Merz et al., 2016).
En nuestro estudio, los padres proporcionaron información sobre el temperamento de sus hijos a través de cuestionarios en T1, T3 y T4. De igual forma, obtuvimos información acerca del SES en la primera sesión y acerca de las prácticas de crianza empleadas por los padres en T3. Dada la evidencia existente, esperamos que tanto temperamento como los factores ambientales se asocien con el desarrollo de la atención ejecutiva y la autorregulación y que incluso su interaccionen para predecir la atención ejecutiva. A continuación, resumimos los principales resultados encontrados en cada etapa y cómo las medidas se relacionan a lo largo del periodo estudiado, terminando con unas breves conclusiones.
A los 9–12 meses de edad utilizamos dos diferentes medidas asociadas con la atención ejecutiva: una tarea de flexibilidad atencional y una segunda tarea de desenganche de la atención. Esta última incorporaba un elemento emocional al utilizar caras con distintas emociones (felices, asustadas, neutras) como estímulo central, siendo considerado una medida antecedente de la autorregulación. La proporción de perseveraciones se utilizó como indicador de flexibilidad atencional, mientras que la facilidad o dificultad en desenganchar la atención de particularmente las caras que expresaban miedo fue la medida utilizada en el caso de la tarea de desenganche. A parte de la atención ejecutiva, se recogió información sobre el SES y temperamento de los bebés. Tal y como esperábamos, encontramos que ambas medidas, perseveraciones en la tarea de flexibilidad atencional y desenganche de las caras que expresaban miedo estaban positivamente relacionadas y aquellos bebés que mostraban una mayor dificultad de desengancharse eran también los que mostraron una menor flexibilidad atencional. Nuestros resultados también revelaron que tanto SES como temperamento estaban asociados con la flexibilidad de la atención. Encontramos que aquellos niños provenientes de un entorno de bajo nivel de SES que además presentaban una alta reactividad negativa fueron aquellos que mostraron una menor flexibilidad atencional. Por otro lado, una alta afectividad negativa se asociaba con una mayor dificultad en desenganchar la atención de caras que expresaban miedo. No obstante, encontramos que la flexibilidad atencional modulaba el efecto de la afectividad negativa y que aquellos niños con mayor flexibilidad cognitiva no se vieron afectados por una mayor dificultad en desenganchar a pesar del grado de afectividad negativa que presentasen.
A los 16–18 meses de edad medimos la atención ejecutiva tanto comportamentalmente (con una tarea de aprendizaje de secuencias visuales) como a nivel cerebral (midiendo la actividad neural asociada a la detección de errores). Además, medimos el procesamiento a nivel cerebral de emociones presentando caras neutras, tristes y alegres. Igualmente, utilizamos la información sobre SES proporcionada por los padres en la sesión anterior. Tal y como esperábamos, encontramos que los niños presentaron una negatividad asociada a la detección de errores en la formación de puzles simples de animales, similar a un ERN en adultos. De igual forma, también mostraron un incremento significativo en la banda de frecuencia theta. Por último, encontramos que la amplitud del componente N170 era mayor en el caso de caras tristes. En primer lugar, encontramos que la ejecución en la tarea de aprendizaje de secuencias visuales se asociaba con la amplitud del ERN. De igual forma, tanto la ejecución en la tarea de aprendizaje de secuencias visuales como la actividad cerebral asociada a la percepción de errores se asociaron con el nivel de SES. En concreto, los niños provenientes de familias con un mayor nivel de SES presentaron una mejor ejecución en la tarea de aprendizaje de secuencias visuales (esto es, una mayor proporción de anticipaciones). De igual forma, los niños cuyos padres presentaban un mayor nivel educativo exhibieron un mayor ERN y un incremento mayor de potencia para el ritmo theta. Ninguna medida se relacionó con la amplitud del componente N170 para caras tristes. En definitiva, estos resultados indican que el ERN puede ser considerado un indicador temprano del funcionamiento de la red de atención ejecutiva, estando asociado con medidas comportamentales de la atención ejecutiva. Además, nuestros datos corroboran la importancia que variables ambientales, como el SES, tienen sobre el desarrollo temprano de esta función ya no sólo observable a nivel comportamental sino también a nivel de actividad funcional del cerebro.
A los 2 años de edad, medimos diferentes aspectos de la atención ejecutiva. De un lado, observamos la habilidad de los niños para resolver el conflicto y comportarse de una manera flexible, agrupando estas medidas en un único componente de atención ejecutiva. De otro lado, observamos la capacidad de los niños para inhibir impulsos, más relacionado con su capacidad de autorregulación. De nuevo volvimos a preguntar a los padres acerca del temperamento de sus hijos a esta edad, además de acerca de las prácticas de crianza que ellos utilizaban normalmente. Igualmente, consideramos la información acerca del SES de la familia obtenida en sesiones anteriores. Encontramos que atención ejecutiva y autorregulación presentaban diferentes patrones de asociación con los distintos factores de temperamento y las distintas variables ambientales. Mientras que una mayor atención ejecutiva se asociaba con un temperamento menos reactivo (menor afectividad tanto negativa como positiva), la capacidad de autorregulación se asociaba a mayores niveles de control voluntario, menor uso de técnicas coercitivas y más consistencia en la aplicación de disciplina por parte de los padres y un mayor nivel de SES. La interacción entre SES, estilo parental y control voluntario explicaba las diferencias individuales en autorregulación. Nuestros datos indican que el control voluntario puede servir como factor protector especialmente en el caso de aquellos niños con bajo SES y cuyos padres tienen un estilo parental coercitivo e inconsistente.
Finalmente, a los 3 años de edad, utilizamos dos tareas para medir la capacidad de los niños para resolver el conflicto: la tarea de conflicto espacial desarrollada por Gerardi-Caulton (2000) y una adaptación de la Child-ANT (Rueda et al. 2004) simplificada para poder ser utilizada con niños a partir de los 3 años de edad. Igualmente, medimos la capacidad de regulación a esta edad con una tarea de demora de la gratificación (Mischel, Shoda, & Rodriguez, 1989). Una vez más, pedimos a los padres información acerca del temperamento de sus hijos a través de un cuestionario. Finalmente, también se consideró la información acerca del SES obtenida con anterioridad, así como acerca de las prácticas de crianza utilizadas. La eficacia en la resolución del conflicto no estaba relacionada con la capacidad de los niños de autorregulación. En contra de lo esperado, el temperamento a esta edad no se asociaba con ninguna de las medidas de conflicto o con autorregulación. Con respecto al SES, los niños pertenecientes a familias con mayores ingresos mostraron un menor efecto de conflicto en tiempo de reacción en la versión simplificada de la Child-ANT . Las prácticas de crianza empleadas por los padres, sin embargo, sólo se asociaron con la capacidad de autorregulación de los niños de forma que el uso de un estilo parental coercitivo e inconsistente se relacionó con una mayor dificultad para autorregularse.
Además de examinar las particularidades del desarrollo de la atención ejecutiva en cada una de las edades estudiadas, exploramos los cambios en la atención ejecutiva a lo largo de las diferentes edades. Para ello, realizamos análisis de correlaciones entre las distintas medidas obtenidas en cada fase del estudio. En primer lugar, observamos que las medidas de atención ejecutiva a los 9–12 meses y 3 años de edad correlacionaban positivamente. De igual forma, la atención ejecutiva medida a los 16–18 meses de edad estaba relacionada con la atención ejecutiva que los niños mostraban a los 2 y 3 años de edad. Además, la actividad cerebral asociada a los errores, considerada un marcador neural de la atención ejecutiva, se relaciona con la atención ejecutiva a los 2 años de edad, y el control voluntario a los 3 años de edad. Estos resultados indican que la atención ejecutiva puede ser medida tan pronto como a los 9–12 meses de edad y puede llegar a predecir la atención ejecutiva más adelante a los 3 años de edad y no sólo a través de medidas comportamentales sino que la propia actividad neural de la red de atención ejecutiva puede servir como marcador de dicha función más adelante en el desarrollo. En segundo lugar, nuestros datos revelaron que la atención ejecutiva medida con tareas de conflicto y flexibilidad de la atención y la autorregulación son dos funciones independientes con patrones distintos de relación con medidas de temperamento y variables ambientales. Además, encontramos que la medida de autorregulación a los dos años de edad predecían la capacidad de autorregulación a los 3 años de edad. Finalmente, encontramos que las distintas medidas de temperamento muestran estabilidad a lo lardo del tiempo. De forma general, bajos niveles de afectividad negativa o afectividad positiva se relacionaban con una mayor eficiencia de la atención ejecutiva durante el periodo estudiado.
Este trabajo contribuye al conocimiento existente acerca del desarrollo de la atención ejecutiva aportando nuevos datos acerca del desarrollo de esta función en los tres primeros años de vida. El abordar esta cuestión en un estudio longitudinal nos permite observar los cambios en la atención ejecutiva a lo largo del tiempo. De acuerdo con otros estudios, nuestros datos indican que las medidas de atención ejecutiva en el primer y principio del segundo año de vida pueden servir como predictores de la atención ejecutiva a los tres años de edad (Holmboe et al., 2008; Rothbart, Ellis, Rosario Rueda, et al., 2003). Sin embargo, al contrario que los mencionados estudios que bien cubren un periodo de un año entre medidas, nuestro estudio abarca un periodo más extenso, entre los 9–12 meses y los 3 años de edad.
Además, este estudio va un poco más allá aportando nuevos datos acerca de la influencia del temperamento y los factores ambientales, así como su interacción, en el desarrollo temprano de la atención ejecutiva. El presente estudio puede ser de gran utilidad en la detección temprana de déficits en la atención ejecutiva. Estudios futuros que incluyan en su muestra niños con riesgo de sufrir trastornos del desarrollo puede ayudar a comprender mejor cómo identificar los signos tempranos de una alteración en la atención ejecutiva, siendo de gran utilidad para el diagnóstico precoz, la prevención e intervención temprana. Esto es especialmente relevante en el caso de trastornos del espectro autista, los cuáles son diagnosticados como promedio alrededor de los 3 años de edad (Mandell et al., 2005). De hecho, se ha podido observar que aquellos niños en riesgo de desarrollar trastornos del espectro autista que finalmente son diagnosticados a la edad de tres años ya presentan alteraciones en la atención a los 14 meses de edad (Elsabbagh et al., 2013). Nuestro estudio aporta nuevos posibles indicadores, incluyendo marcadores neurales de la atención ejecutiva.
De igual forma, este tipo de investigación puede ayudar a identificar no sólo determinados perfiles individuales que sirvan para identificar niños en riesgo de desarrollar cualquier alteración de la atención ejecutiva, sino que también para encontrar aquellas características del entorno que pueden representar de la misma manera un riesgo. No obstante, es necesaria más investigación para determina hasta qué punto los ciertos factores pueden actuar como agentes protectores o si ciertos perfiles pueden ser más susceptibles de la influencia del entorno, tal como proponen algunos autores (Belsky & Pluess, 2009). En cualquier caso, ampliar el tamaño de la muestra de cara a futuros estudios ayudaría a comprobar modelos más complejos que incluyan un mayor número de variables, así como examinar cómo determinados factores influyen en la propia trayectoria del desarrollo.
© 2001-2024 Fundación Dialnet · Todos los derechos reservados