No entre piedras milenarias, sino en circuitos de silicio que quién sabe cuánto podrán durar. Pero el caso es que nuestras menudencias, nuestras pulsiones, nuestros intereses y deseos, como dice el autor de la historia milenaria de internet, quedan almacenadas en los ordenadores igual que los tesoros y objetos de los faranones (y a veces sus propios cortesanos, que pagaban con su vida la cercanía a los secretos) eran ocultados en las cámaras de las pirámides. El problema es que, en un sitio y en otro, siempre ha habido y hay gente dispuesta a descifrar la clave de acceso.
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