Oíza es una fuerza indomable: camino que recorre, lo exprime hasta el final, al punto de parecer que ya no hay nada más que decir en ese tema. ¿Se puede acaso pensar en una fachada de un edificio de oficinas sin tener presente la del Banco de Bilbao y sin saber que ya TODO fue dicho? ¿Se puede pensar en una torre de viviendas sin sentir que con Torres Blancas se remató un camino? ¿Se puede trabajar con el ladrillo y la teja actualizando el lenguaje artesanal sin fijar la mirada en la casa Echevarría? Recomendaba Oíza leer la �Poética del espacio�, de Bachelard1, y según se cuenta aquel interés comenzó en los tiempos en que se gestaba la casa Echevarría, que podría leerse como la ilustración de esa obsesión, materialización de una ensoñación, la casa, que se construye como un pequeño universo de sensaciones ancestrales.
Pero por su carácter narrativo, esta casa es explicable en todos y cada uno de sus rincones. No hay misterio, sino poesía; no hay ocultación, sino incógnitas e intensidad.
La casa se emplaza respondiendo al sol, a la complejidad de un programa un tanto retorcido y a la voluntad de que ni una esquina del entorno quede como un residuo sin interés. Juego de entreluces (o entresombras), esa manera (convicción) de entrar bajando, a la penumbra. La casa como juego velado de transparencias. Cobijo, intensificado por la correspondencia vertical entre el nido de lo público (el salón rehundido) y el nido de lo privado (el dormitorio rincón). El espacio acotado del patio, donde la vida se da en calma, unos metros cuadrados en que toda la tierra es de uno, porque lo es el cielo y lo es la calma de la noche y el verde que tapiza el suelo y éste mismo, hasta el infierno. Los dormitorios abiertos al este para que despertar con el sol de primera mañana; �Cántico�, de Guillén, llevado a la arquitectura: la alegría del despertar, del estar vivos, la casa como intérprete de esa emoción. Y como entre las ramas, también se abre al sol desde la umbría, lugar para mirar sin ser visto, celosía geométrica que replica el reverberar natural de las hojas. Es el nido bachelardiano, el hondo y profundo lugar de la intimidad, donde todo exceso de tamaño rompe la magia y viola la intimidad.
Este mundo es perfectamente explicable, pues lo son los recursos con que Oíza lo construye, suma de utilidad y poética, de intensidad material y sutileza perceptiva, de rotundidad formal y amabilidad sensorial.
Y como las grandes obras, está fuera de su tiempo, incluso del tiempo de su autor, quien parece replicar al Stephen Dédalus que tanto gustaba citar, limpiándose las uñas mientras la obra se hace. Sólo así se puede explicar la convivencia en el mismo tablero, en los mismos días, del preciso Banco de Bilbao y de esta rugosa casa. Una convivencia cuyas claves explican mucho y que merecen ser perseguidas. 1972.
Un año para recordar.
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