El consumo está asociado a la satisfacción de las necesidades básicas y sociales. Las primeras garantizan la supervivencia del individuo, desde lo biológico. Y, las segundas, se generan en el interior de la cultura en la cual se encuentre inmerso el sujeto, y garantizan su pertenencia al entorno social y cultural.
Así, el consumo trasciende a la práctica económica y se constituye en un referente para la construcción simbólica de la identidad de los individuos, permitiéndoles la diferenciación individual y la pertenecía a un grupo social. Lo anterior implica comprender que el consumo hace parte de los rituales de la vida cotidiana posmoderna. Y, aunque, la posmodernidad no es reconocida como una etapa de la historia, sí representa una trasformación de la mente de la humanidad.
Además, es en esta época que al consumo se le otorga el poder de constructor de las identidades y son los rituales de consumo tanto personales como sociales los que aportan valor y significado a este comportamiento y a los objetos �marcas que forman parte fundamental de esos actos.
Además, históricamente, la noción de identidad ha servido de puente entre las formulaciones del desarrollo de la personalidad y los aspectos psicosociales de la cohesión cultural. Pero, desde la perspectiva postmoderna se cuestiona la noción innatista de esta y se asume la dentidad como una construcción social móvil, que tiene entre sus componentes a las pertenencias o sea los consumos, que a su vez proponen formas de situase en el mundo.
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