Alfred Hitchcock decía que ver una película es como comerse un trozo de tarta. En esencia, esa sensación es lo que empuja al espectador a comprar una entrada; pero detrás del puro entretenimiento hay mucho más.
Por el precio de una entrada se pueden conocer conductas sociales, patrones culturales, fantasías, instintos, valores o sentimientos. Todo ello hace de una película un espejo simbólico donde el espectador intenta descubrirse a sí mismo y a la sociedad que le rodea y, sobre todo, pasar un buen rato. En definitiva, Hitchcock tenía razón.
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